La última entrada en este blog la
escribí hace un año y medio.
En mi defensa sólo puedo decir
que he estado metida en una espiral de actividad frenética de la que (creo)
empiezo a asomar las cejas.
En este tiempo han sucedido cosas
como comenzar a trabajar en un colegio de nueva apertura formando parte del
equipo directivo, casarme y actualmente estar esperando mi primer hijo.
Pero recapitulemos un poco.
En los momentos de mayor
actividad de publicación de este blog, yo ejercía como profesora sustituta en
la etapa de Educación Infantil de un colegio en la zona norte de Madrid. O lo
que es lo mismo: era el último mono en un colegio de la zona norte de Madrid.
Pero, ojo, a mucha honra.
Mis súplicas fueron escuchadas e
hice una entrevista para un colegio que abriría nuevo en la misma zona. Sin
darme mucha cuenta, comencé a trabajar en este nuevo centro dirigiendo la etapa
de Educación Infantil. Un poco fuerte, la verdad, teniendo en cuenta mi
juventud y mi corta experiencia (en cuanto a tiempo). Pero las razones no
vienen al caso, y el hecho es que nos lanzamos a abrir un colegio sin edificio
y sin muchos medios.
Ese primer curso fue muy, muy
duro. Sucedieron muchas cosas en muy poco tiempo, muchos cambios, las semanas
se juntaban unas con otras y tantas veces tuve la sensación de estar corriendo
detrás de los acontecimientos. Aprendí muchísimo, a veces de manera forzosa
(según dice mi jefe con algo de pena).
Y es ahora, un año y tres meses
después, cuando creo que tengo la calma y la perspectiva suficiente como para
publicar mis reflexiones (que de eso va este blog). Y allá va una de ellas.
Durante este tiempo he aprendido
que un colegio es fundamentalmente relaciones humanas y comunicación.
Veamos:
De arriba a abajo: de dirección
al profesorado, del profesorado al alumnado.
De abajo a arriba: del
profesorado a dirección, del alumnado al profesorado.
De manera horizontal: entre los
integrantes del equipo directivo, dentro de cada equipo de profesores, entre
los distintos equipos de profesores, entre los alumnos.
De dentro hacia afuera: del
colegio a las familias.
De fuera hacia dentro: de las
familias al colegio.
Y externamente: entre las
distintas familias.
Hablando en términos materiales, nuestro
elemento de trabajo son los niños, que son personas, y sus familias, que
son personas también. Nuestro objetivo es que esas personas aprendan,
crezcan, avancen y mejoren por medio de nuestra intervención. Nuestro
producto, dicho aprendizaje.
El éxito es difícil de medir. Por
un lado tenemos las pruebas académicas externas. Sí, existe el
sentimiento romántico de poder cambiar la sociedad haciendo que nuestros
alumnos sean majos, buena gente y felices, pero como colegio debemos asegurar
que consiguen los mejores resultados académicos que puedan alcanzar.
Por otro lado, tenemos las encuestas
anónimas de satisfacción que pasamos al finalizar el curso a todas las
familias de nuestros alumnos (tremendamente esperadas por el director y temidas
por el resto del equipo), en las que los padres y madres del colegio nos ponen
nota.
Y por último, tenemos el número
de nuevas matriculaciones cada curso que comienza. Se supone que la mejor
publicidad de un colegio la hacen los padres de los alumnos de ese colegio, por
medio del "boca a boca". Así, si los niños están contentos, los
padres están contentos y hablan con otros padres, que traen a sus hijos al
colegio. Pero este dato es bastante impreciso a la hora de determinar el éxito
o no de un colegio, pues depende del número de niños que haya en la zona (la
oferta y la demanda), depende de lo buen vendedor que sea el encargado de
atender a las familias que vienen a pedir información sobre el colegio, y
depende, claro está, del tipo de colegio que sea y cómo se trabaja (si ofrece
un producto de interés). Por ello, el hecho de que un colegio esté lleno no
siempre significa que sea un buen colegio, aunque muchas veces sí. Lo que sí es
bastante determinante es que un colegio se mantenga lleno, año tras año, con la
que está cayendo demográficamente.
Viendo todo este bollo, la
conclusión a la que quiero llegar es que, para que un colegio funcione y funcione
bien, para que los niños estén felices en el colegio y aprendan, para que
los profesores estén contentos en su puesto de trabajo y se esfuercen en sacar
lo mejor de sí mismos y de sus alumnos, para que los padres se alegren de haber
elegido ese colegio para sus hijos y se impliquen en la vida del centro, y
mantener el colegio lleno a pesar de la crisis y del 1,3 hijos por mujer en España, es imprescindible que el equipo directivo sea un equipo muy
humano.
Es importante que sepa de
números, de dineros, de haberes y deberes, de venta de producto y tenga visión
de empresa. También es importante que sepa manejársela con la Administración Pública, esté al día en leyes y decretos de educación y tenga mano para tratar a la Inspección. Pero si un colegio es fundamentalmente relaciones humanas, el
equipo directivo debe estar integrado por personas que sean muy humanas: que
sepan relacionarse, que tengan auctoritas en su equipo de profesores (y
no tanto potestas, que es lo fácil de alcanzar), con mucha inteligencia
emocional, capacidad de comprensión, que sepa cuándo apretar y cuándo aflojar,
que tenga un gran conocimiento del ser humano y un gran conocimiento de uno
mismo. Y lo fundamental: que quiera a su equipo. Que haga un gran esfuerzo por
conocer a su gente, por hacer equipo y por querer a su equipo.
Aunque
sea una perogrullada, lo triste es que si estoy escribiendo sobre ello es
porque al subir un escaloncito y ver las cosas desde una perspectiva distinta
de la que tenía hace año y medio, he descubierto que hay colegios en los que el
equipo directivo es muy poco humano. Y aparentemente la cosa funciona, incluso
puede funcionar de verdad por un tiempo por la ilusión del profesorado, pero
con el tiempo, el desgaste, el cansancio, los desencuentros... deja de ser
así.
Con este post, pongo la lupa en mí misma, pues en este tiempo de vacaciones, con una montaña rusa hormonal en mi interior, coincidiendo con el fin de año y su inevitable hacer balance, hay una pregunta que me ronda: "¿Estoy siendo lo suficientemente humana?" y como toda madre (aunque sea en potencia), hay otra: "¿Lo estaré haciendo bien?".
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