Llevo unos días acordándome de mi primer curso de
Magisterio. Fue graciosísimo. La verdad es que no sé por qué elegí estudiar esa
carrera. Fue una decisión completamente ciega, pues no tenía ni idea de lo que
iba a descubrir unos meses después de realizar mi matrícula.
Mi primer año de carrera supuso para mí un impacto
enorme en muchos sentidos:
Por un lado, el cambio radical de la enseñanza en
los institutos (aunque ya no tan radical) al modo universitario. Por otro, el
conocimiento y el trato diario con gente tan diferente a mí -aunque solo fuese
por la cantidad de años que me sacaban algunas de mis compañeras-. Y por
último, el hecho que más me marcó: el descubrimiento real del magisterio, el
estudio profundo de la infancia y la educación.
El cambio de mi visión de la educación y de mi
futura labor docente fue tan radical y me impactó tanto que en mitad de una
clase estupenda de una profesora que recordaré siempre, me eché a llorar. No sé muy bien por qué, quizá porque me veía incapaz, no sé. La cosa es que ahí comenzó el cambio.
Después de esto, el resto de años de carrera fue hacer trabajos y más trabajos, o por lo menos así lo recuerdo, aunque internamente yo estaba (y estoy) dando forma a ese pensamiento sobre el tipo de
profesora que podría llegar a ser.
Seamos sinceros: todos tenemos los mejores
propósitos, ya se sabe que los maestros somos tremendamente idealistas. Pero
tantas veces nuestros enemigos somos nosotros mismos, y de repente un día nos
descubrimos hablando a un niño como juramos y perjuramos mil veces que jamás
hablaríamos. O interfiriendo como auténticas estrellas en una situación de
aprendizaje en la que era mejor esperar y observar con atención al
verdadero protagonista: el niño.
Por suerte, ya nos avisaron de que sería "DI-FI-CI-LÍ-SI-MO" intervenir sin interferir en el aprendizaje. Pero por suerte también, con los niños cada día es nuevo. Todos los
días se vuelve a empezar.
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