Hace tanto que no actualizo el blog que
ya no me acuerdo ni cómo se hace, pero no me voy a entretener en dar
explicaciones sobre ello.
La cosa es que estoy aquí de nuevo, y en
esta entrada os voy a contar un poco mi vida.
Allá por abril andaba yo aceptando mi
situación de “joven-24años-carreraterminada-sintrabajo-sinposibilidaddecambio”
con toda la dignidad que me era posible, cuando me llamaron de un colegio para
hacer una entrevista. Ésta estuvo bastante bien, y tras volteretas y
carambolas, el 19 de mayo estaba empezando como tutora sustituta en el aula de
2 años. Fue durillo: los niños estaban desquiciados con el cambio de profesora,
el calor, etc, etc... Y yo lo hice lo mejor que pude.
Después me renovaron para septiembre,
esta vez cubriendo una baja para 1º de Ed. Infantil, y ahí empezó lo bueno.
¿Por qué? Pues porque tuve que hacer frente a la decoración del aula, a la
reunión de padres, a la adaptación de treinta niños de 3 años, con sus treinta
mochilas, treinta babis, treinta jerseys, treinta abrigos, y los treinta
berridos, llantos y revolcones... Y si le añadimos un insomnio persistente por
el sentimiento de responsabilidad excesiva, y lo aderezamos con una pérdida
importante de voz, pues os podéis imaginar.
Al empezar octubre estaba yo toda indignada,
bastante desilusionada, con un sentimiento de frustración importante, y si os
llegáis a cruzar conmigo me habríais escuchado mascullar frases como “yo no valgo para esto”, “me han timado”, “esto no me lo contaron en la universidad”, “voy a ver qué me invento para dejar el trabajo mañana mismo y me
apunto a un grado superior de secretariado o algo así”.
Y es cierto, el trabajo con niños es
durísimo. Algo nos dijeron en la universidad, pero nadie me habló del pánico
constante a que se te escape un niño, de las carreras cual jugador de rugby con
una niña en brazos porque “¡profe, pipí!”
en mitad de clase, del desequilibrio que te puede ocasionar un abrigo sin
nombre, de lo paranoica que te puedes llegar a volver y que puedes pasarte el
día entero contándolos y recontándolos.
Tampoco me hablaron de lo que más me
preocupa ahora: la voz. Amigos, desde que he empezado a trabajar me asusto cada vez
que me oigo hablar porque parezco una consumidora habitual de carajillos y
vivo con la espada de Damocles encima en forma de nódulos laríngeos. En ese
momento, me empezaron a llover los consejos: que si infusión de tomillo con
miel, que si gárgaras de bicarbonato con limón, que si clara de huevo
templada... Cada uno de me cuenta sus enjuagues, a cada cual me da más asquete,
y en esas estoy.
Pero para terminar bien, deciros que
nadie me habló tampoco de lo bonito que puede llegar a ser ver a un niño
avanzar y llegar a clase con el paso firme de un rey, cargando con su mochilita
de Pocoyó y una sonrisa como un sol “porque
ya soy mayor”. Tampoco me hablaron de la ilusión que hace ver cómo lo que
parecían garras se van convirtiendo en pinzas digitales tan precisas como para
despegar un gomet sin que suponga un drama. El triunfo de abrocharse un botón.
Lo estupendas que pueden ser las tutorías individuales con los padres, esos a
los que nos venden como los eternos enemigos del profesor. Los besazos y achuchones que te
plantan los canijos (con los que, todo hay que decirlo, te pegan virus,
bacterias, piojos, ¡pero qué mas
da!) cuando te ven llegar después de tomarte tu descanso.
Ahora, dos meses después de duro trabajo
puedo decir que no me timaron, es que sólo me contaron parte de la verdad.
Aún así, merece la pena.
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